Cuando siendo niños tocaba regresar a casa tras los campamentos nos invadía una profunda melancolía de días que sabíamos ya no volverían más. Aquellas experiencias avivadas por la sensación pasajera de desarraigo iban alejándose conforme el autobús nos acercaba a la realidad de siempre. De nuevo nuestros padres, la casa de siempre, con sus horarios y sus voces, y luego el colegio con sus timbres y horas interminables. La muchacha morena de ojos azules, ese primer amigo subiendo a lo alto del valle, el olor a pan de los desayunos, los colores y sus flores, se perderían al llegar a tierra firme.
Durante aquellos momentos de regreso, sin embargo, podíamos entrever que lo verdadero había estado a nuestro alcance, y que sólo nosotros nos lo podríamos dar.
Feliz regreso.