Desde que amanecí en el mundo sin que me dieran permiso, sólo porque sí, he desconfiado de quienes dicen tener píldoras para la felicidad o la vida buena. Es normal que en periodos de relativa incertidumbre proliferen las agencias de mesías y sabelotodos que, en media hora al teléfono, ya te han programado lo que tienes que hacer en tus próximos diez años. Me decía un alumno antes de la corocrisis que él por si acaso ya había hecho la maleta. ¿Para irte a dónde? Le pregunté. Para que cuando llegue el momento me pueda meter en ella. Decía Epicuro, uno de los vende píldoras, pero de las que endulzan, que el miedo es el peor consejero, y que además ser un ciudadano responsable pasa por no tener miedo. Es lo que le digo a mi esposa cuando vemos los telediarios, que no se crea que la gente está contaminada. No -le explico-, los organismos no se contaminan, se contagian, sólo que ahora toca decir que podemos contaminarnos. Y mucho me da que esto implicará introducir como prenda de vestir la mascarilla.
Me decía un amigo, bueno, ya no sé si era yo mientras dormía, que lo que temía es que, con tanta prórroga de confinamiento -y estamos en la primera ola, la más salvaje, pero la primera- acabaremos normalizando prácticas y hábitos que ahora nos parecen infrahumanos. ¿Cuáles? Esperar distanciados, llevar mascarillas de Armani, saludarnos de lejos (como si eso fuera saludarse), hablarle a un cristal, dubitar si vemos caerse al vecino del bastón.... Yo le decía -o me decía-, que siendo así, ni tan mal. ¿Pues no introdujo la cultura móvil el mayor aislamiento entre nosotros? Lean a Tarantino, que ese sabe mucho. ¿Y qué hacer ante ese temor? ¿Nos cruzamos de brazos mientras las nuevas técnicas telequinésicas nos conectan unos a otros? ¿O nos plantamos y asentamos cátedra contagiando a la muerte y la desesperanza? Porque esto, señores, también se puede hacer.
Duodécimo día