domingo, 20 de enero de 2019

Virtud del maestro

Resulta llamativo que las políticas educativas y la pedagogía actual apenas se pronuncien sobre las condiciones a priori de la educación. Los métodos, estrategias, inteligencias, entornos, ratios, de poco sirven si el maestro no es maestro y los alumnos no son alumnos (en acto, no en esencia). Y a veces, incluso, habiendo sido forzosamente asimilados, aquellos métodos y estrategias alejan al maestro de su virtud y al alumno de su oportunidad. ¿Será que la enseñanza no puede ser metódica? ¿Será que sólo lo puede ser para los metódicos por naturaleza? ¿O será que la enseñanza no conoce procederes ni procedencias?

Entonces, ¿por qué no ensayar una crítica de la razón pedagógica? ¿O tendría que ser una pedagogía de la razón crítica? En cualquiera de los casos, sorprende las mil argucias con las que la inteligencia acaba amoldándose a lo prefabricado por ella misma: que si programas, programaciones, diseños, metodologías, y, en el peor de los casos, formas de matar el tiempo. No, el enemigo del profesor no puede ser el tiempo. Todo lo contrario, tiene que amistarse con él, hacerlo suyo, integrarlo en su discurso y la escucha del de los demás. Sí, por la escucha el maestro sale de sí mismo, hasta que apenas puede pronunciar "yo soy", y deja de mirarse, con todo su equipaje, su reloj sincronizado, y sus planes de futuro.

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El maestro debe confiar en quien tiene delante, amarlo, no como a un hijo o a un amigo, sino como a un semejante en una tierra común. En esta sociedad, la nuestra, preocupada por acrecentar la autoestima y aliviar la herida de la indignación, el maestro, a veces, olvida que tiene que dejar de proyectarse, al menos provisionalmente, para rescatar del olvido aquella otra voz de quien tiene enfrente; como el artista que, confiando intensamente en la belleza de la materia, se abre a ella y enseña su luz.