Por el amor salimos de nosotros mismos.
Literalmente, dejamos de ser. Nuestra memoria histórica, ocupaciones y
preocupaciones, pasan a un tercer plano mientras existimos en la persona amada.
Esta es una de las historias de West Side Story, que nos regalan nuestros
cines de la mano de Steven Spielberg, por la que dos seres
desposeídos de identidad encuentran en el amor la salida de un mundo abrupto y desesperanzado. El nombre de María se convierte para Tony en la melodía con la que
suena el mundo, mientras que Anton representa para ella la bienvenida de una
vida en comunión.
Only you
Every thought I'll ever know
Everywhere I go you'll be
All the world is only you and me
El enamoramiento es una de esas experiencias que
nos desinstala, abrupta e inesperadamente, del mundo biográfico-histórico. Nos
desplaza a la última de las órbitas, desenvolviéndonos del entramado cotidiano que es juzgado con la indiferencia con la que se ven las galaxias lejanas o los hechos del mundo para quien se halla próximo a la muerte. El amor desposee, expropia,
desplaza, despide, con la fuerza con la que los huracanes levantan casas y
desploman ciudades. Es, quizá, el sentimiento de mayor fuerza renovadora y
transformadora:
“Lo que distingue a un historiador de las religiones de un historiador es que el primero debe habérselas con hechos que, si bien son históricos, revelan un comportamiento que supera con mucho los comportamientos históricos del ser humano. Si es cierto que el hombre se halla siempre «en situación», esta situación no es forzosamente siempre histórica, es decir, no se halla condicionado únicamente por el momento histórico contemporáneo. El hombre integral conoce otras situaciones que no son las de su condición histórica; conoce, por ejemplo, el estado de sueño, o de ensueño, o de melancolía, y de despego, o de beatitud estética, o de evasión, etc., y todos estos estados no son «históricos» aun cuando sean tan auténticos y tan importantes para la existencia humana como la propia situación histórica. Por lo demás, el hombre conoce varios ritmos temporales, y no solamente el tiempo histórico, es decir, el tiempo suyo, la contemporaneidad histórica. Le basta con escuchar buena música, enamorarse, o rezar, para salir del presente histórico y reintegrarse al presente eterno del amor y de la religión.” (Mircea Eliade, Imágenes y símbolos)