Miramos el mundo con el prisma de lo que queremos que sea. Proyectamos sobre él nuestras ilusiones, hacemos de él campos de juego, lo combatimos introduciendo nuevos principios, hacemos que sea lo que creemos que debería ser. El ser humano introduce sus propios planes en la naturaleza, los inserta en ella con su visión y luego vuelve a extraerlos de allí. Pero al actuar así vivimos proyectivamente, fuera de sí, y nos medimos por la alegría de nuestros juegos o la precisión de nuestros juguetes. ¿Y qué hay de aquella otra medida que no admite retirada? ¿Qué hay de aquella otra medida frente a la que no cabe combate? La consciencia nos abre el mundo, situándonos en él como actores de una escena. ¿Y ahora qué historia representamos?
A veces deberíamos parar la representación, cesar en nuestro empeño combativo, dejar que la vida, simplemente, sea. Caminar sintiendo el peso de nuestros pasos, amar viviendo más cerca las cosas, comulgar experimentando el cuerpo transformado. Ahí se iguala la vida del emperador con la del mendigo o la del pobre carretero. Cuando paramos y cesamos en nuestra lucha individual, cuando nos sentamos a reponer fuerzas y nos decidimos a continuar viviendo con lo puesto, esas diferencias que tanto significaban en los escenarios de la existencia se borran, ya no se tienen en cuenta. Fuimos todos arrancados, y ya no practicamos las éticas del bien y de la justicia, ya no pretendemos hacer del mundo un lugar a imagen y semejanza de nuestras ilusiones. Más bien, conscientes ahora del peso y gravedad de la existencia, de lo incompartible e inmodificable, aspiramos consentidamente a «lo bien que podemos estar», que no es poco.
Tienes el mismo cuerpo, con los mismos órganos y energías que el hombre de Cro-Magnon hace treinta mil años. Al vivir una vida humana en la ciudad de Nueva York, o al vivirla en las cavernas, pasas por los mismos estadios de la infancia, la llegada a la madurez sexual, la transformación de la dependencia infantil en la responsabilidad de la vida adulta, el matrimonio; después, la decadencia del cuerpo, la pérdida gradual de sus poderes, y la muerte. Tienes el mismo cuerpo, las mismas experiencias corporales, de ahí que respondas a las mismas imágenes. (Joseph Campbell, El poder del mito)