Vivimos tiempos para la tranquilidad. Allí donde un despertador interrumpe la placidez del sueño, luces intermitentes nos dan paso, cifras que informan del tiempo que resta, señales que, en general, nos disponen para la obediencia, allí donde todo eso ocurre, se busca tranquilidad. Hasta se ha formado una filosofía de la tranquilidad, con sus pautas, recetas y panaceas. Pero la quietud es otra cosa. La quietud de los bosques, de los pueblos, de las grutas, no admite contrario ni relaciones de antagonismo, por mucho que sea el peso de una tradición empeñada en encontrar opuestos.
Grutas de Cristal (Molinos)
Hay quienes se obstinan en llegar a la quietud por un acto de freno o desaceleración, como si reduciendo el paso o ralentizando la marcha no siguiéramos presos del automatismo y la lógica del tráfico. No, a la quietud no se llega por oposición, como tampoco se alcanza la indigencia oponiéndose a la opulencia, o el hambre a la saciedad. Es por ello que el consejo no ha de ser, como tantas filosofías de la tranquilidad promulgan, retirarse huyendo del bullicio y la aceleración, lo cual no hace sino confirmar nuestra condición de velocímetros, sino, más bien, hacer que se retiren de nosotros aquellas ilusiones que, como la del binomio velocidad-reposo, nos alejan de la quietud que también somos.
Cuevas de Cañart (Teruel)