La
educación tiene que ser un proceso transfigurador, que transforme tanto a quien
educa como a quien es educado. No puede hablarse de educación si no hay
oposición, choque, conflicto entre quien hereda la cultura y quien la recibe,
entre los alumnos y los maestros. ¿O acaso es posible el progreso si no
hay oposición, disputa, confrontación entre los interlocutores? En efecto,
me parece que la única forma de que haya un verdadero relevo generacional es
que las futuras generaciones asimilen la cultura heredada y se atrevan a
repensar sus presupuestos a fin de combatirla y superarla.
¿Pero qué ocurre si los que transmiten la cultura no dan ocasión a cuestionarla a quienes la reciben?, ¿y cómo podrían no dar ocasión para ello? Muy fácil, sencillamente, no diciendo nada. Y me temo que éste es uno de los males de nuestra educación, que los profesores, a fuerza de cumplir con las exigencias procedentes de un sistema que no pretende sino convertirnos en autómatas despersonalizados, acaban (o acabamos) traduciendo nuestras enseñanzas en lenguajes cada vez más vacíos, formales, desubstancializados, alejados de cualquier experiencia que aproxime a los alumnos al mundo y a sus problemas. El problema de la educación es precisamente éste: que cada vez nos ocupamos menos de los problemas de los que deberíamos ocuparnos (problemas de matemáticas, de filosofía...) y ellos -los expertos, los innovadores, los políticos- se ocupan cada vez más de nosotros, instándonos a que dominemos un sin fin de técnicas o recursos que se presentan como esenciales para la "buena educación", pero sin pensar en cómo usarlos para favorecer el aprendizaje o en si merece la pena siquiera utilizarlos. Me atrevo a decir que el drama de nuestra educación es que el medio deja de ser medio y el fin se desvanece en lenguajes cada vez más vacíos que acaban traduciéndose en eso, en nada.