En un pueblo apacible
de hombres que trabajaban la tierra y miraban al mar las noches de verano,
apareció de entre las rocas un joven que empezó a dictar su propia ley.
Mandó cambiar el modo de gestionar la riqueza del país, cerró las escuelas y
privó de voto a los más sabios del lugar. Se dice que su poder era tan grande
que en la oscuridad las fieras le protegían y en el día las nubes le cortejaban.
Nadie nunca lo nombró y todo el mundo le conocía como el Amo.
Uno de los labriegos más trabajadores, harto ya de la situación, invocó al hechicero del lugar para ver qué podía aconsejarle. Y así, reunidos los dos allí donde no alcanzaban las nubes, el mago aconsejó:
- El miedo que infunde es el mismo del que se alimenta. Por él es como tendréis que acabar con él.
Al oír estas palabras, el labriego se compadeció del joven y ya nunca supo más de él.