Me pregunto si una historia de la filosofía
bien contada debería comenzar por cuestionar los principios antropocéntricos
con los que se han construido la mayoría de historias de la filosofía. Para
empezar, suponer que la belleza, o la verdad, o el bien, están ahí para ser
vistos, comprendidos o estimados por el ser humano es de lo más antropocéntrico
que puede decirse, más vanidoso todavía que decir que el universo puede ser
asimilado o que si algo escapa a nuestro control es porque no ha pasado el
tiempo suficiente. Y el caso es que, en cualquiera de sus formas, este
antropocentrismo aberrante se halla todavía incrustado en nuestro lenguaje, por
ejemplo, en el del historiador que confía que el progreso de la humanidad nos
aleje del mal y la codicia; en el del hombre de ciencia, que con cada
descubrimiento celebra todo lo que sabe frente al ignorante o el bobo; o en el
del padre, que satisface su ego pretendiendo hacer de su hijo un ser perfecto y
sin defectos.
Y así es como hay historias de la filosofía que se han construido sobre la base de que, desde sus comienzos, el universo se ha formado a la medida del ser humano y que, por ello, tenemos de antemano garantizado el éxito para entrar en él y conquistarlo. Sin embargo, ni el universo se ha hecho a la medida de lo humano ni la medida de lo humano garantiza que podamos comprender el universo. Es por ello por lo que, quizá, en lugar de armarnos con métodos y enseñanzas con vistas al control y la conquista podríamos mirar más a nuestro alrededor y, simplemente, ver que hay tantos universos como formas de vida existen fuera.