Sigue
siendo válida la tesis que a comienzos de siglo enunciara el norcoreano
Byung-Chul Han en su ya célebre La
sociedad del cansancio. Recuerdo que cuando leí la traducción que llegó a
España enseguida lo recomendé a colegas y amigos por la claridad y lucidez de
sus palabras. Es verdad que tiene algo de producto comercial, de panfleto
político (apenas son cuarenta páginas), pero sin duda dice algo que, desde
entonces, se ha agudizado en nuestras sociedades hiperconsumistas: el
trabajador de hoy quiere trabajar más, y más concienzudamente. Como sin
pretenderlo se ha convertido él mismo en el verdadero sujeto de rendimiento decidido a explotarse
a sí mismo. La explotación del trabajador que tan bien clarificó Marx se traduce ahora en autoexigencia y autoexplotación. En muchas ocasiones, es uno mismo quien se impone los niveles tan
altos de exigencia a los que estamos habituados.
Lo llamativo del asunto no es que se
produzca, sino el hecho de que sea extensible a todos los ámbitos de la vida.
También el tiempo de ocio se ve afectado por esta autoexigencia de rendimiento,
como tan bien refleja la nueva oleada de publicaciones que, desde la crítica
social –muy recomendable Esperando a los
robots, del sociólogo francés Antonio A. Casilli-, pone en evidencia el engaño que hay detrás de formas aparentes de ocio consistentes en entrenar y regular concienzudamente las inteligencias artificiales que invaden nuestro espacio,
y ofrece una mirada crítica de la realidad que se esconde bajo la máscara de la
libertad de uso y consumo de los productos digitales: la explotación que se imponen miles de personas
con sueldos de subsistencia -cuando los hay-, y sometidos a la gestión algorítmica de las
plataformas. En este contexto, también labores vocacionales como la
enseñanza, que se les supone impregnadas de aventura, riesgo y deseo, están siendo más dictadas por verdaderos burócratas y gestores del conocimiento,
reducidos a información y conducidos por canales que se ajustan a los nuevos
lenguajes algorítmicos. Cada vez veo más en el panorama que a comienzos de
siglo dibujaba Byung-Chul Han suelo movedizo que nos va engullendo sin pretenderlo.