Creo que va llegando el momento de implorar una vuelta a la caverna, a esa luz de la que las sombras son reflejo y a esas paredes que en la primera infancia hacían de segunda piel. Empeñada en que las cosas deben resultar para existir, esta sociedad de nuestros días -cada vez más entorpecida- nos está haciendo leer el «mito de la caverna» como la historia de una conquista, de la que sólo el prisionero que la consigue merece la pena. Pero como me decía una buena alumna el otro día de 4º de la ESO, el prisionero no parece buscar la luz para conquistarla, movido por un fin o un propósito preestablecido, sino que la busca movido por una necesidad. Y añadía que el mito de la caverna es la historia de una necesidad. Es la necesidad de todo aprendiz, es la necesidad que subyace a cualquier forma de aprendizaje. Y es que -sobre esto hay que escribir largo y tendido- aprender no consiste en un proceso de acumulación y superación de etapas, o de objetivos, o de resultados, sino que es aventura incesante, incierta, imperdurable, quizá hacia algo de lo que sólo sabemos que necesitamos.