La única forma de combatir el enemigo es suponiéndole un atributo semejante, algo que lo haga reconocible, familiar, que nos ponga en camino para combatirlo. Mientras esto no sucede, y nos tenemos que ver con seres absolutamente extraños, insólitos, innominados, afloran aquellos impulsos ancestrales que todavía hoy nos unen en comunidades y familias. Es lo que les sucede a los personajes hitchcockianos de Los pájaros, máxima expresión de cualquier forma de intrusión y una de las primeras grandes pandemias cinematográficas. Decíamos en una entrada anterior que la película no versa sobre pájaros que atacan, sino sobre la manera como lo insólito remueve y transforma las relaciones humanas. Los pájaros -casi siempre negros- no aterrorizan porque amenacen la existencia humana, sino porque, atacando, muestran que cualquier cosa es posible. Y esto es lo que horroriza: que el caos haya entrado en la historia.
Es el momento álgido de la indefensión. Ni siquiera la razón, que de tantos atolladeros nos ha sacado, puede asir la nueva amenaza y reconducir la situación hacia algún camino. Es el momento álgido del desamparo, por el que el hombre se hace habitante de la intemperie y busca desconsoladamente la mano del otro. Es interesante reparar en el movimiento progresivo de aproximación de la madre de Mitch (Jessica Tandy) hacia Melanie (Tippi Hedren) -a quien ve desde un comienzo como una amenaza por el temor a que le arrebate a su único hijo- conforme avanza el ataque de las aves. La mano que le tiende tras alejarse juntos de la bahía ocupada expresa aquello que todavía nos une a los semejantes como la primera vez: te tiendo la mano porque así nos haremos más fuertes, te la tiendo porque así quien me puede proteger se hará más fuerte.