Desde hace ya algún tiempo tengo la firme convicción de que el estado de salud de una civilización se mide por el grado de inutilidad de sus conocimientos. Y es que el conocimiento, per se, es inútil. Con esto no quiere decirse que no pueda hacerse ninguna aplicación de él (también de Don Quijote o de películas de Woody Allen se han escrito tratados de psicología orientados a reformar las mentes contemporáneas), sino que el conocimiento, por sí mismo, no sirve para nada; salvo, en todo caso, para apaciguar la inquietud propia del creador. Por ello, una recurrente aplicabilidad de conocimiento es un síntoma claro de falta de inquietud y curiosidad humanas. A mayor curiosidad, menor interés por aplicar el conocimiento, y viceversa.
Entiéndase bien: no se trata de reivindicar la proliferación de conocimientos inútiles, sino que deje de juzgarse la valía del conocimiento por su grado de aplicabilidad. Cualquier entendido en física, matemáticas, química, astronomía, filosofía, sabrá distinguir el conocimiento de su aplicación. En una entrada anterior decíamos que una obra de ciencia es una novela más. Su realidad es una realidad novelada, narrativa (y sobre esto girará un artículo mío que en breve saldrá publicado bajo el título ¿Qué significa contar historias?) Como cualquier otra narración, no sirve para nada. Lo mismo que Don Quijote o las películas de Woody Allen, tampoco la teoría de la relatividad de Einstein o la mecánica de Galilelo sirven. Lo que sirve es la aplicación que de la teoría se hace, lo cual presupone ya un espíritu pragmático y una búsqueda decidida de utilidad (ambos hechos, coyunturales y no necesariamente presentes)