Uno de los diálogos más clarividentes sobre la necesidad del destino, o la inevitabilidad del Mal, lo escuchamos en las palabras finales de Orson Welles y Rita Hayworth en La dama de Shanghai. Ahí se dice que al mal no se le puede vencer, que hay que pactar con él, negociar, si no queremos que al final imponga sus condiciones. Podemos hacerle frente, oponerle resistencia, incluso retrasar sus efectos, pero nunca destruirlo. Hay que vivir reconociendo su superioridad, su incontestable dominio. El Mal admite muchos disfraces, y como se dice ahora, incluso invisibles, pero en todos los casos está ya demasiado adentro para que podamos eludirlo. El cine es una de las artes que mejor lo expresa, y cabría añadir a los ya existentes un «género del Mal», de villanos, criaturas -extrañas y cercanas-, monstruos, magos, dictadores, fuerzas naturales, planetas, microorganismos, androides, máquinas, muñecos, familiares, vecinos, incluso amantes, que acaban convirtiéndose en verdadera fuente de mal y destrucción.
Sin duda, una excelente
ocasión para aprender de los maestros del Mal que con sus obras nos siguen
haciendo reflexionar sobre las maneras de afrontarlo. Una incursión por el
universo chapliniano de la nación de Tomania, los intrincados laberintos de El
proceso de Welles, el vecindario indiscreto que Hitchcock recrea en
espacios como Greenwich Village o la costa maldita de Bahía Bodega, las infinitas carreteras acompañadas de la lucha entre el coche rojo y el camión innominado, la reunión final antes de la hecatombe de Melancolía, o la
criatura que aflorará desde el corazón de Nostromo, puede ser tan
producente como el estudio de los más completos tratados acerca del bien y de
sus virtudes.
“Una cosa tan pequeña como
un virus, un bichito tan minúsculo que ni siquiera podemos verlo a simple
vista, ha podido con un mundo tan grande; lo ha tumbado y puesto patas arriba.
Nos envanecíamos por no haber tenido que afrontar en nuestras vidas ninguna
gran hecatombe colectiva propiamente dicha durante las últimas generaciones,
porque ninguna catástrofe de arrasadoras dimensiones nos hubiese pillado en
realidad nunca llevándose por delante ciegamente vidas y haciendas y modos de
vida. Es más, creíamos de veras, algunos a pie juntillas, que eso ya no iba con
nosotros, que era cosa de otras latitudes físicas y mentales y, sobre todo, que
era cosa de la Historia y la Historia ya había terminado. Pues ahí está, de
nuevo y como siempre, pillándonos el destino, dándonos alcance y arrollándonos
la antigua parca, las viejas Moiras hilando y devanando y cortando hilos.”
(J.Á. González Sainz, La vida pequeña)