Me encuentro agarrado a mi mujer en medio de un prado que se extiende más allá de los muros. Nos abrazamos fuerte, y veo que no estamos solos. A lo lejos se divisan amalgamas de cuerpos. El verdor del césped comienza a tornarse en un azul oscuro que recuerda el color del mar en la noche. No quiero mirar. Tras unos segundos abrazándola, con la cabeza puesta en su regazo, decido alzar la vista y ahí está el Sol ya cubierto por la luna. El eclipse es total y apenas se distinguen los contornos de las cosas. De repente me invade un infinito temor de que la luna no avance en su camino y nos consuma la noche eterna. La abrazo aún más. Quiero venerar al Sol, pero ya no puedo.
Conforme el tiempo va devolviendo la luz me despierto.