Uno de los cuentos de la infancia que más me cautivaba era el cuento de la doncella y el enano saltarín. Me imaginaba al duende como un ser originario de los inframundos, grotesco, impasible, capaz de la peor de las canalladas, y el caso es que, visto ahora, o con el recuerdo impreciso por el paso de los años, me parece que su presencia obedecía a cierto orden moral. A fin de cuentas, el hijo que le arrebata a la doncella era el reclamo por el pecado original del viejo molinero de orgullo y vanagloria.
Pero la enseñanza del cuento no acaba ahí. Si la doncella es pecadora de ser hija del orgulloso molinero, el enano acaba pagando la falta de haber considerado a una criatura de la tierra como un bien intercambiable ("me darás tu primer hijo a cambio de convertir la paja en oro") Y es que la ley del pacto y el acuerdo, válida en el mundo civilizado, no sirve cuando a la madre naturaleza le es arrebatado lo que le pertenece y acaba imponiendo su ley ("y el enano se hundió hasta la mitad del cuerpo").
Lo salvaje, tantas veces despachado como caótico y brutal por los pensadores civilizados, responde en realidad a un orden imparcial, implacable y hermoso, a la vez que libre. Su expresión, la plenitud de la vida animal y vegetal en el planeta, que incluye las tormentas, los vendavales, las serenas montañas de primavera y a nosotros mismos, es el mundo real, al que todos pertenecemos. (Gary Snyder)
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¿Cuál es el precio que hoy pagan quienes infringen la ley natural? ¿Cómo sucumben las políticas que desoyen la voz de lo salvaje y extienden su sed de civilización? ¿Qué cuentas nos pedirá la naturaleza violentada?