Algunos historiadores y estudiosos diferencian las tiranías clásicas de los regímenes totalitarios atendiendo a la naturaleza y los fines del poder: mientras que las primeras persiguen fundamentalmente coartar y eliminar la oposición, los totalitarismos aspiran además a promover y desarrollar métodos de control y adhesión a su ideología. De ahí el interés de éstos de pensar y actualizar 'métodos de terror' constituidos con el único fin de controlar y/o manipular las acciones, los sentimientos y pensamientos de aquellos a los que se desea someter. Al respecto, imaginamos que se han ensayado numerosos y variados métodos de manipulación y control de la vida anímica, y es seguro que el recurso más usado para lograr el objetivo último de sometimiento y adhesión al sistema es el de despertar el miedo al dolor, a la muerte, a la aniquilación. Desde el momento en el que alguien comprende que la única alternativa es la muerte o a la adhesión total al sistema, quedan pocas dudas respecto a la opción vital a seguir. La única alternativa, si cabe, para acabar con los totalitarismos pasa consecuentemente por sobreponerse al miedo a la muerte y despertar de dentro sí ese anhelo universal de liberación, que sólo unos pocos secundan en su intento por instituir un estado natural de libertad. Pero éstos son los menos y son generalmente aniquilados.
Contrariamente a quienes señalan que la diferencia sustancial entre el modelo de las tiranías clásicas y el de los totalitarismos más recientes (como el comunismo o el nazismo) consiste en el fin último del poder, en su manifestación fenoménica distinto en cada caso, pensamos que ambos sistemas, en esencia, no son distinguibles, no sólo en este aspecto, sino en ningún otro. En efecto, ambos modelos políticos se fundan igualmente en un mismo fin, a saber, el afán de poder, de dominio, de sometimiento de la libertad sustancial del ser humano a la voluntad del déspota. La naturaleza y el fin del poder en dichos modelos son los mismos. Lo que varía en ellos es más bien la forma como se pretende conseguir el estado último de sometimiento, es decir, la eficiencia de los métodos de control y coacción, al comienzo muy rudimentarios, luego más elaborados y sofisticados, hasta aquellos métodos inexpugnables que tan bien describe Orwell en su novela 1984.