No es la capacidad de afrontar problemas lo que decide la idionsincrasia filosófica de una persona o de una cultura, sino la capacidad para plantear cuestiones y afanarse en afrontarlas. Alguien con un talento enorme para la resolución de problemas filosóficos no llegaría a ser jamás un filósofo, ni pequeño ni grande, si no se planteara desde su intimidad algunas cuestiones y se involucrara sentimentalmente en su solución. ¿Pero quién no se ha planteado en algún momento de su vida preguntas como qué es el mundo, qué es la verdad, podemos llegar a demostrar la verdad de cualquier teoría, existe el progreso científico, y el progreso moral? Todos o casi todos alguna vez nos hemos planteado este tipo de preguntas filosóficas, y sin embargo pocos pueden presumir de ser filósofos.
Y es que el filósofo, si quiere arrojar algo de luz acerca a tales problemas, debe acometer otro tipo de cuestiones, más particulares y secundarias, pero igualmente relevantes. En efecto, enseguida decide adentrarse en las obras de los filósofos más grandes, confiado de que éstos le resuelvan aquellos problemas fundamentales que originariamente se planteó, le sobrevienen inevitablemnete nuevas preguntas como ¿a qué se refiere Parménides con el término 'ser'?, ¿qué significa falsar una teoría?, ¿cómo actúa esa realidad metahistórica de la que hablan los marxistas en la historia?, ¿tienen razón sus detractores?... La tarea no es baladí, pues supone la apertura a los textos y a las ideas, a las proposiciones y a los argumentos, a ese mundo que Popper define como el mundo tres y que Borges representa con un libro que no tiene principio ni fin. Supone la apertura a la filosofía.