La lectura es una de esas actividades que debe realizarse con placer, con el placer del descubrimiento, y del redescubrimiento, según sea el pulso y el momento vital desde el que se haga. La lectura, si de verdad enriquece, es creadora de tiempo y de vida. ¿O no nacemos de nuevo cada vez que topamos con un gran pasaje o alguna idea se nos cuela hasta el corazón? Pretender decir que hay una duración de tiempo correcta para la lectura, o que hay una edad adecuada para tal o cual libro, es tan absurdo como decir que los campos florecerán cuando lo dicte el calendario o que el sol se pone porque el reloj ha dado la hora. Leer es vivir, y la vida, por más que nos apresuremos, siempre va a ir por delante.
“No sé leer. ¿Acaso
alguien podría decir que sabe? Nos pasamos la vida leyendo, pero nunca
aprendemos. Nadie sabe leer porque la lectura no es una competencia que pueda
adquirirse de una vez por todas, sino una «forma de vida», y nadie sabe vivir.
Siempre existimos a la primera, rodeados de ignorancia, de perplejidad y de
dudas. Leer es detenerse un instante en el flujo del tiempo y enfrentarse a
algo que nos interroga y desafía, es iniciar un viaje que nunca se sabe adónde
conduce, es caminar y perderse en un texto, como quien se pierde en un bosque,
y correr el riesgo de salir siendo otro distinto del que se era al principio.
Leer es releer, regresar una y otra vez sobre los libros que nos interpelan,
esos que, aunque a veces estén lejos, nos siguen sacudiendo como la primera
vez. Es dejarse afectar por la palabra de alguien que no está físicamente
presente pero tampoco está del todo ausente. Es escuchar voces que vienen de
lejos y enfrentarse a una escritura que dice pero que no responde, que en
ocasiones ofrece consuelo, aunque la mayor parte de las veces lo que provoca es
desasosiego.” (Joan-Carles Mèlich, La
sabiduría de lo incierto)