Lo mismo que se habla de jerarquía de valores, puede hablarse de jerarquía de necesidades. Hay necesidades más y menos superfluas, más o menos necesarias. Algunas historias de la técnica se quedan en el aspecto fenoménico, superfluo, y así sus alusiones y comprobaciones sólo aclaran un aspecto del asunto. Por ejemplo, es frecuente encontrarse en los manuales y tratados de la técnica la idea de que la invención del reloj mecánico -para algunos historiadores, el instrumento clave de la modernidad- responde a la necesidad que sintió el hombre del medievo de ordenar sus rezos. Sin embargo, y atendiendo al aspecto nouménico del asunto, debiéramos dar un paso más y preguntarnos por lo que llevó al hombre a necesitar de un orden para sus rezos y prácticas religiosas. Esta necesidad de orden y repetición explicaría no sólo el deseo de contar con nuevos instrumentos para medir el tiempo, sino para cualquier otro fin imaginable. ¿O acaso la necesidad de orden y control no explica el hecho mismo de la técnica, y no sólo la aparición de tal o cual técnica particular?
Por ejemplo, es sabido que el hombre del neolítico mejoró su agricultura gracias a su fijación por la repetición, manifiesta en los movimientos de los planetas o en la sucesión regular de las estaciones. Tampoco hubiera proliferado la técnica artesanal si el hombre no hubiera sentido una necesidad de orden y uniformidad, visible en la actividad tejedora -en sí misma, repetitiva-, en las labores de fundición del hierro o de cocción del barro -basadas ambas en un principio de manipulación repetitiva-. Los niños suelen ya despertar a temprana edad esta necesidad de orden y repetición, deleitándose con la imitación continuada de aquello que ven o la reproducción exacta de aquello que escuchan. Y nadie duda del enorme valor terapéutico del hábito y de la rutina: ¿o no abrazamos con serena alegría la llegada del orden tras abundantes días de descontrol y desenfreno?
Por ello, quizá debiéramos situar esta necesidad en los primeros puestos de aquella jerarquía, y, siguiendo el mismo principio argumentativo, preguntarnos si no existe también en la naturaleza humana una necesidad de similar fuerza e ímpetu, aunque de dirección opuesta, esto es, tendente hacia el caos y el desorden, lo incierto e imprevisible; lo que los freudianos han llamado thánatos o pulsión de muerte.