La razón es tan endeble, tan frágil, que nos cuesta soportarla cuando tenemos que acudir a ella. No sé a vosotros, pero a mí me supone un enorme suplicio acudir a razones para explicar el motivo de casi cualquier decisión. A nadie (salvo quizá a los niños o a los locos) se le ocurriría preguntar por qué nos hemos enamorado de tal o cual persona o por qué andamos encorvados, pero no mostramos reparo en inquirir los motivos por los que alguien se ha mudado de residencia, dedica su tiempo libre a escribir artículos de filosofía o ha decidido estudiar chino. Y, sin embargo, todo va de lo mismo, todo forma parte de la misma trama. ¿Qué va a poder justificar la razón si ella también ha formado parte del entramado?
Las apetencias no obedecen a razones, sino las razones a apetencias. Estos días, por ejemplo, porque me apetece leer a Luciano Concheiro y escribir sobre la "cultura del exceso", puedo justificar a mis semejantes mi opción por la lectura. De hecho, el abanico de razones que uno humanamente puede dar, todas endebles y apenas soportables, funciona únicamente como forma de dar sentido a las acciones ante el otro. Una vez escuchados los motivos de quien tengo en frente, sus acciones adquieren un sentido. Ya puedo dirigirme a él. Se ha convertido en un semejante. Lo mismo que el saludo, la felicitación o el pésame, la necesidad de justificarnos sirve al interés común de sociabilidad. Es, como tantas otras formas culturales de aproximación, una manera de constatar al otro que algo compartimos, aunque sea ese suplicio de tener que soportar un sentido a las cosas y a las acciones.