Con ocasión del nuevo
anteproyecto de la LOMCE de nuestro "querido" Ministro
Wert se han escuchado algunas voces de profesores de filosofía reivindicando el valor de ésta y la necesidad de que, de alguna forma, esté presente en la etapa de la enseñanza obligatoria. No puedo estar más de acuerdo con la
reflexión que hace unos días sacaba a lucir mi amigo y compañero
Felipe Garrido en su blog
Antes de las cenizas acerca de los motivos por los que la filosofía debe continuar en dicha etapa.
En efecto, desde cualquier concepción del conocimiento, debe suponerse a la filosofía el complemento perfecto para cualquier formación científica. No es de extrañar, en este sentido, que la mayoría de los grandes filósofos también sean grandes científicos, y muy pocos científicos pierden la ocasión de hacer sus miguitas en el ámbito de la filosofía. Y es natural que ello sea así porque es el mismo
el deseo que anima tanto la labor científica como filosófica. Se trata de la búsqueda incansable de la verdad, de esa Verdad con mayúsculas que sobrevive a los sucesos más atroces y se cultiva allí donde hay rastros de humanidad.
¿Y no es la enseñanza una ocupación que persigue como fin último la aproximación a la verdad? No a cualquier verdad, naturalmente. No imagino a un filósofo contando los pelos de una persona para enseñarle el número verdadero de pelos que tiene en la cabeza. ¿Pero acaso a alguien puede preocuparle saber cuántos pelos tiene? Hay verdades que se buscan y otras que se ignoran. La filosofía se ocupa de la investigación de las verdades que se buscan, lo mismo que la ciencia, solo que la filosofía es el complemento perfecto, piensa allí donde la ciencia está ciega. Me atrevería a definir la filosofía como la ciencia que se hace consciente de sí misma, que se mira al espejo y descubre que todavía quedan conceptos e ideas por aclarar, que todavía queda mucho por aprender.