La vida nos enseña que hay quehaceres que nunca llegaríamos a ejecutar con la excelencia que merecen. No sabemos muy bien las razones por las que ocurre esto así, ni siquiera si las hay, pero sí sabemos, con una seguridad palmaria, que todo esfuerzo por realizar de una manera óptima esas actividades es inútil e infructuoso. Y es que no todo se aprende, no todo es susceptible de aprenderse. Podemos aprender a hacer una tortilla española, un guisado o una paella, pero la nueva habilidad adquirida no garantiza que el plato que vayamos a cocinar sea excelente. Se puede aprender a nadar, a ir en bicicleta, pero eso no asegura que vayamos a ser David Meca o Contador. En este sentido, podemos caracterizar la filosofía, lo mismo que la ciencia o el arte, como uno de esos quehaceres que escapan a la capacidad del aprendizaje. En efecto, podemos aprender lo que dicen otros filósofos, pero eso no se traduce en la capacidad de filosofar. Si así fuera, os aseguro que habría muchos más filósofos, lo mismo que científicos y poetas, de los que de hecho hay.
Ahora bien, desde los comienzos de la historia del pensamiento han existido verdaderos maestros que han educado a los pupilos para la filosofía, la ciencia o la música. Conscientes de las limitaciones del aprendizaje, estos maestros han practicado una educación que, a diferencia de la convencional, no se basa en la pretensión de convertir a los discípulos en verdaderos filósofos o artistas. Entienden, más bien, que la tarea del maestro consiste en preparar al pupilo para que, siempre que su voluntad y facultades se lo permitan, pueda iniciar por sí mismo su andadura filosófica o artística. Ejemplos hay muchos en la historia: pensemos en los maestros antiguos orientales, que abandonaban a sus discípulos en lugares inhóspitos para que allí, sometidos a las fuerzas de los elementos, vivieran emociones que, como el miedo a la muerte o a la soledad, suponían en el origen del arte; o en filósofos como Husserl, Ortega o Heidegger, que muestran a sus lectores y discípulos el camino que es menester recorrer antes de lanzarse a la aventura del filosofar; o en teóricos de la ciencia, como Russell o Popper, que han hecho lo propio con la ciencia al postular métodos científicos que orientan la actividad del científico en su búsqueda de la verdad.
Me pregunto si todavía quedan maestros así.
El profesional aprende y cultiva la filosofía que hay ya ahí, al aficionado le gusta porque la ve ya hecha y su figura lograda le atrae, etcétera. Esto es perniciosísimo porque corremos el riesgo de encontrarnos sumergidos en una ocupación cuyo íntimo y radical sentido no hemos tenido tiempo ni ocasión de descubrir. Y, en efecto, en casi todas las ocupaciones humanas acontece que que por estar ya ahí los hombres suelen adoptarlas mecánicamente y entregar su vida a ellas sin que jamás tomen contacto verdadero con su radical realidad.
En cambio, el filósofo auténtico que filosofa por íntima necesidad no parte hacia una filosofía ya hecha, sino que encuentra, desde luego, haciendo la suya, hasta el punto de que es su síntoma más cierto verle rebotar de toda filosofía que ya está ahí, negarla y retirarse a la terrible soledad de su propio filosofar. (Ortega y Gasset, Prólogo a Historia de la filosofía de Émile Bréhier)