El conocimiento parece un bien extraño, o cuando menos, insólito. A diferencia de los bienes comunes - de los alimentos, los medicamentos y todos los afines-, el conocimiento no deja de ser beneficioso una vez que es satisfecha la necesidad que nos conduce hasta él. En efecto, un medicamento sólo es beneficioso para el enfermo que lo necesita y mientras dura la enfermedad, lo mismo que los alimentos sólo producen un bien cuando el hambre aprieta. Desde el momento en que estas necesidades se sienten colmadas, estos bienes no sólo dejan de serlo, sino que pueden llegar a convertirse en cosas perjudiciales.
Con el conocimiento, sin embargo, ocurre algo muy distinto, porque cuanto más sabio se hace uno más se afana en obtener nuevos conocimientos. La pasión por el conocimiento, el afán de saber más por el mero hecho de saber -y no para obtener cualquier otro beneficio académico o profesional-, es algo que, lejos de colmarse con la sabiduría, crece de forma proporcional a como lo hacen los conocimientos. La explicación de este singular fenómeno quizá se deba a que la búsqueda de conocimiento no se origine de una necesidad que haya que satisfacer, sino de una apetencia, de un conatos, que impulsa a nuestro intelecto a la sabiduría, siendo este deseo de la misma naturaleza que lo que mueve al corazón a bombear la sangre, a los pulmones a respirar, o a los planetas y estrellas a moverse (al menos, algo similar pensaron Spinoza, Shopenhauer o Nietzsche)
No es nuestra intención tratar de aclarar la naturaleza de este singular afán, pero sí de recordar que es posible despertar, impulsar o acrecentar su fuerza, incluso allí donde se hace del conocimiento un vehículo para conseguir meros resultados útiles, ventajosos o rentables:
El inevitable distanciamiento que, como muy bien señala Russell, se da entre vida y cultura en los primeros años de la vida escolar se ha de tener muy presente si de verdad pretendemos enseñar algo a nuestros alumnos. Leer a Virgilo puede ser algo muy hermoso, pero para ello hay que estudiarse primero las declinaciones latinas, una de las cosas más aburridas del mundo. Entender la física y las matemáticas de un cierto nivel es cosa apasionante, pero a esto no se puede llegar si antes no se han hecho muchos ejercicios rutinarios con fracciones y el sistema métrico decimal. Estos trabajos tediosos se han de hacer porque lo manda el profesor, no hay más solución, y el oficio del profesor no consiste en ser simpático a los alumnos. Las motivaciones más corrientes, las de toda la vida, la de querer hacer pronto las tareas escolares y así tener tiempo para estar con los amigos, la de aprobar para disfrutar mejor del verano o la ilusión por llevar buenas notas son absolutamente legítimas. La afición por aprender ya vendrá en su momento. Quien estudia porque le gusta llevar sobresalientes terminará llevando sobresalientes porque le guste estudiar, pero esta inversión es un proceso muy lento y es inútil tratar de apresurarlo. Y en cualquier caso, la motivación es para el estudiante lo que la inspiración para el artista: vale más que le pille trabajando. (Ricardo Moreno, Planfleto antipedagógico)