Es curioso el modo como seguimos condenando el
error y alabando el acierto, o el logro, o la conquista. Y es llamativo que
tras más de dos mil quinientos años de ciencia y filosofía, de las más
extravagantes pero hermosas teorías, de las más mentirosas pero elocuentes
palabras, todavía sigamos escribiendo aquella que estimamos valiosa por sus
triunfos y aciertos. ¿Por qué seguimos aferrándonos a valores maquinales como
la eficiencia, el rendimiento o el éxito? ¿Por qué seguimos pensando que
sólo el más capaz –de esfuerzo, de recursos, de propósitos y resultados- será
quien tenga un lugar en este mundo? ¿Por qué seguimos mirándonos con el prisma
con el que los primeros ingenieros e inventores veían a sus máquinas? ¿Y por
qué nos creemos piezas de un engranaje sin tregua ni fin, y sin guardián que lo
custodie?
«Así está bien. Todo perfecto. Ahora la cosa funciona. El colmo de la eficiencia. Enhorabuena, un diez. Eres el mejor. ¡Qué potente! Estarás en proceso de logro. Eres una máquina.» Expresiones de un juego aburrido, tedioso, incapacitante, que nos obstina a seguir dominando la técnica del encaje, y a olvidarnos del riesgo y el tanteo que acompañan a la verdadera aventura:
“Que para nuestro desarrollo resulte tan útil
perder el camino, o ir por uno desconocido –aunque no todos lo aprecien-,
depende de un dato de hecho universal: la evolución de la vida se basa en las desviaciones.
La naturaleza misma usa el error para generar la maravillosa variedad de seres
vivos y la biodiversidad. En nuestro planeta no habría más que bacterias
primordiales, o quizá ni siquiera estas, si un cierto número de procesos de
duplicación del ADN de las células no «perdiese el camino» con errores de
replicación o pérdida de una parte de la herencia genética, llevándose a cabo
una mutación (…) Pensando en todo lo que he vivido, no podría afirmar nunca que
la naturaleza es indiferente. Su lenguaje no es humano, no hace ruido, vuela y
no permanece escrito, no demuestra pero convence, está hecho de todo y de nada.
Y, sin embargo, se me queda más grabado que ningún otro. Se suele decir que
nuestro cerebro crea este mundo poético, restando importancia al lado trágico o
impasible de la naturaleza. Pero yo no me refiero a los pensamientos ni a las
acciones, sino al hecho material y continuo de hallarme en el buen camino
cuando la lógica parecería indicar que me he perdido.” (Franco Michieli, La
vocación de perderse)