En una entrada anterior comentábamos que la instauración del reino del deber ser responde al afán de ser más. Una ley, por definición, crea dos mundos antes inexistentes: el de lo permitido y el de lo prohibido. Para hacer más, hay que prohibir. El Genésis revela que la humanidad comienza ya en el momento de la prohibición, y no en el de la transgresión, como habitualmente se dice. Es decir, en el momento que se prohíbe tomar el fruto del "Árbol del conocimiento del bien y del mal" ya se da por supuesto el conocimiento (humano) de lo que debe y no debe hacerse. Han sido muchos y variados los agentes legitimados para llevar a cabo el acto de prohibir. De hecho, el sistema institucional, organizado a partir de una serie de prácticas, creencias y sentidos, se basa, en última instancia, en la legitimidad de las instituciones para prohibir y permitir. La desacralización del mundo supuso, precisamente, una traslación de la legitimidad de lo sagrado a lo profano.
Sin embargo, el acto de prohibir es solo una manera de instaurar un nuevo orden moral. Hay otras muchas maneras de poder avanzar. Y quizá, a la luz de la degeneración que hoy está sufriendo la idea de autoridad, bien en forma de violencia, de corrupción o de proliferación de autoritarismos políticos de toda índole, habría que comenzar a plantear otra manera de conducir nuestra sociedad. La prohibición tiene sentido, en efecto, si primero se reconoce a la autoridad como agente legitimador para el ejercicio del poder. Pero, desde la base social hasta las altas esferas de poder, por embotamiento de la sensibilidad moral o por falta de credibilidad del agente moral, estamos asistiendo a una fosilización de los mandamientos y principios autoritarios fundamentales. El reino del deber ser está cediendo su imperio al reino del poder ser: se acaba haciendo lo que se puede hacer. Por ello, la obsolescencia de la prohibición y la "muerte de la autoridad" exigen, quizá, un nuevo salto fundacional, generador de nuevas prácticas morales y formas de hacer política.