Hoy hemos celebrado
la novena Olimpiada aragonesa de Filosofía, que ha reunido a más de un centenar
de alumnos procedentes de múltiples centros de las tres provincias. Ahí no
había redes, conexiones, timbres ni notas. Tampoco alumnos escapándose a los que
expedientar ni interrupciones de explicaciones y demás inconvenientes. Unas
aulas con sus puertas y ventanas, bien iluminadas, y tantos pupitres como
alumnos confrontados con una serie de cuestiones y dilemas de actualidad. De
actualidad. Sin apenas límite y un deseo sincero de dar forma a sus
ideas, a lo que habrían preparado en la calidez del hogar, de sus sueños, o de
sus aulas. Es lo que había. Poco más. Y el caso es que, a la espera de las
valoraciones y resultados, también de los trabajos de Fotografía y Vídeo de sus
compañeros, los chicos aguardaban con relativa impaciencia a comentar sus
reflexiones a la salida. Y así lo hacían, con sus profesores siempre a su lado.
Es verdad que este patrón, o este modo de proceder, no responde a las actuales
políticas educativas de medición y clasificación según estándares, que si de
competencia lingüística, digital, o yo qué sé en qué términos. Es verdad que
este tipo de actividades nunca se enmarcarán en programas y proyectos de
innovación educativa, ni falta que hace. Y es verdad que no habrá autoridad que
se acerque y valore a los chavales, a sus profes y organizadores.
Sin embargo, que del
día de hoy todos nos hemos llevado un bello recuerdo, y quizá uno de esos que
como llama en fuego prende para siempre, nadie nos lo quitará.
Gracias.