Y ahí están los políticos, una vez más, agitando la bandera a ver cuánta pasta les cae esta vez, manoseándola con sus dedos llenos de pringue, babean, y retozan, sólo les falta echarle un polvo, como en su día hicieran los franquistas con la española, se la cepillaron tantas veces, y con tan poco disimulo, que luego ya nadie la quiso, se les fue la mano.
Los demócratas buscaron y encontraron dentro del ropero sus banderas regionales, tan limpias, tan nuevas, tan higiénicas. Y se dedicaron a lo mismo, pero con más recato, y sólo de vez en cuando la sacan de paseo, generalmente algún día festivo. Los políticos aprovechan estos momentos para reivindicar un poco más de intimidad con su amante, un picadero lejos de las vigilias de la manoseada madre española.
Para estos ladrones la bandera lo es todo. Para mí, Aragón siempre será el obstáculo insalvable hacia el Mediterráneo, un terrible día de calor allá por el mes de julio, la enésima bravuconada en las infinitas noches de amigos y vino, encarnizadas batallas contra el cierzo, cuando este viene de cara, una curva de Cuatro Caminos o una eterna recta esteparia, el insoportable frío bilbilitano, las pausadas nevadas invernales que te recuerdan donde vives, un fratricidio más a cuenta del agua, la victoria milagrosa de París, la rudeza de las gentes de bien, un atracón de cordero y una difícil digestión, fue mi primer beso y será mi último verso.
Samuel.