Como si fuera la noche de san Juan o el día de
año nuevo, al comienzo de cada verano suelo ver o leer algo relacionado con el
hundimiento del Titanic, un acontecimiento que aterra y fascina a pesar de los
años y de las reinterpretaciones que van sucediéndose. En esta ocasión ha sido
el documental "Misterios del Titanic", dirigido por James Cameron, el
que ha reabierto nuevas ideas relacionadas con el asunto, y que confrontan con
las ya manidas sobre la visión clasista de la época y las desigualdades sociales
que en el barco quedan bien representadas. En un momento se dice que, aun
manteniendo la calma y habiendo botes salvavidas para todos, no hubiera dado
tiempo a descender todas las barcas y hubiera sido imposible un salvamento
escalonado en el poco tiempo que tardó en hundirse el gigante. La fatalidad
había llegado y la desesperanza –en los momentos finales- tuvo que ser el
estado normal.
De pronto se descubre que no sabemos avanzar,
que no hay brújula que valga, que no hay dirección que seguir. Y que todos
estamos en las mismas. ¿Para qué ejercitarse –nuestros músculos, nuestro
intelecto, nuestro sentido de la orientación- estando en la catástrofe? ¿Para
qué entrenarse si no sabemos hacia dónde correr? Esta experiencia –figurada o
vivida- enseña que hay algo que nunca llegaremos a asimilar, y por eso sentimos
miedo, y nos sentimos solos, e iguales, los unos con los otros, juntos en el
entramado humano. Es una experiencia –la de nuestra ceguera esencial- que
acontece en situaciones como la catástrofe colectiva del hundimiento del
Titanic, cuando las diferencias se borran y se descubre que no hay «poder en
sí». No hay artefacto ni inteligencia que nos puedan sacar de ahí. No hay
privilegios ni privilegiados. Estamos todos en las mismas y abocados a no poder
ver, a no poder ser más.