Al llegar la paz, atribuí a la tarde el milagro:
la presencia doblada de los juncos que la contenían
y el espacioso silencio de su ritmo vital condenado a morir.
Quise decirla, desparramando las sílabas al viento que caían a plomo en la espuma.
Y nadie me oyó.
Era el milagro.
"Que la tarde sea eterna y que el sol se enzarce en la tela roja de sus rayos",
murmuré.
Miguel Porcel Berdala 21/3/2009