Últimamente
estoy dándole vueltas a una idea que aparece claramente expresada en películas
del cineasta Tarkovski como Sacrificio (1986) o,
todavía más explícitamente, en Solaris (1972). El
cineasta ruso plantea la tesis de que la condición para que exista el amor es la
conciencia de la mortalidad, propia o ajena. Es decir, sólo puede amarse
aquello que uno sabe puede perder, de ahí que acciones sacrificiales en
aras de la salvación de realidades como la humanidad, el planeta, o todo lo que no sea uno mismo, tienen sentido si el redentor se ha
situado desde un punto de vista lo suficientemente lejano para contemplar la fragilidad de éstas. Vemos el árbol, pero no vemos el bosque, suele decirse, por lo que hay que alejarse del bosque para verlo, y para verlo como un árbol más, como una realidad sujeta a
los mismos infortunios y adversidades. El amor nace entonces como una respuesta a la conciencia de la
fragilidad de las cosas. Quizá sea el deseo de preservación, y no
el de poderío, lo que está detrás de todo.
martes, 8 de diciembre de 2015
Nuevos dioses y un mismo amor
Etiquetas:
Cine y filosofía,
Filosofía,
Reflexiones
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