lunes, 1 de octubre de 2012

El camino del pensar


A mi padre, en su sesenta y dos cumpleaños


Siempre he pensado que el mejor maestro no es el que sabe enseñar, sino el que enseña sabiendo y se entusiasma por ello. El entusiasmo, la capacidad de entusiasmarse, es, creo yo, el ingrediente especial que puede convertir un encuentro en un lugar y un tiempo mágicos, de esos que de vez en cuando se repiten en la historia, y no solo biográfica. La mayoría de las ideas que entonces fluyen no trascienden la situación de la que emergen y son muy pocas las que acaban haciendo historia, pero todas ellas, sabias o tontas, quedan en quien las piensa como la impronta permanece en la cera.

Dice Ortega que nuestra tarea fundamental es la de elegir un estilo o una trayectoria para nuestra existencia, la de modelar nuestro tiempo como el artista hace con la materia; más bien, creo lo contrario, que nuestra facultad de elegir se limita a las pequeñas decisiones, en su mayoría intrascendentes y banales, pero que, a fin de cuentas, no elegimos nuestro camino, sino que es él quien nos elige: se presenta, nos llama la atención, se deja notar, nos seduce, hasta que ya no podemos (ni queremos) desprendernos de él. Y ya que hablamos de caminos recuerdo que de niño, durante aquellos veranos infinitos, adivinábamos la posibilidad de construir una cabaña ("cabañeta", la llamábamos) en medio de matorrales de apariencia inexpugnable. Y era precisamente esa mirada, esa posibilidad, la que daba comienzo a la construcción, a ese camino que luego sería el nuestro.

Ahora me doy cuenta que la mirada a quien le debo lo que soy se contagió de la tuya. No me enseñaste a mirar, sino tu mirada, como el sabio enseña su sabiduría. A través de ella, siempre atenta y expectante, que se proyectaba sobre aquellos pasajes que juntos leíamos de Lacan, o antes, sobre aquellos cuentos borgianos que afanoso nos contabas después de una dura jornada de trabajo, me dí cuenta de que ahí, detrás y más allá de todo eso, se abría un campo infinito de posibilidades, de otros caminos con los que ir construyendo el mío propio. Y es, luego, con los años, cuando uno comprende que, a pesar de la infinita distancia que siempre hay entre un camino y el otro, fue tu mirada el comienzo de mi caminar.

David Porcel