Cuando uno entra con
cada curso escolar en un centro educativo ha de saber que la experiencia le llevará por
senderos jamás esperados. Puede ser la intervención singular de una alumna,
que de pronto desbarata todo lo que habías pensado acerca de asuntos como la
naturaleza de la felicidad o el misterio que envuelve a la Gran Explosión; puede ser un agradecimiento inesperado de un compañero, que de pronto se vuelve
y pregunta por una circunstancia que creías olvidada; o la mano de otro que,
invisible ella, te conduce hasta el aula cuando aguardan ahí los alumnos
amontonados. Puede ser un pan recién horneado, que altruistamente alegra la
tarde de los viernes, o un audio taciturno de un compañero que busca algo de
auxilio en la multitud. Un suspiro de no llegar a tiempo, exhausto él, que
deja el pasillo solitario antes de que el timbre ya solo deje palabras de
vocación y enseñanza. O puede ser un desahogo, o dos, o tres, en el café de los
descansos buscados; o unas risas mientras resuena el fin de semana de los
lunes. Y un corazón delator ante un claustro inesperado.
Puede ser, también, el
compromiso que a todos rodea, y envuelve, y golpea, a unos más fuerte que a
otros, y nos recuerda que el trabajo de unos volverá sobre el de otros,
quizá, hasta hacernos más próximos.
Mes de los inicios, mes
atropellado. Septiembre.