El mito no es historia
del pasado sino forma de contar historias. No es sólo significado sino hilo con
el que tejer conocimiento. Como
en tantas ocasiones recuerda el historiador Mircea Eliade, los mitos no son sólo narraciones simbólicas
contadas de generación en generación, sino manifestaciones del fondo emocional intemporal que todos llevamos
dentro. De ahí que sabernos
hijos del mito contribuya a reconocer el suelo que hoy pisamos y el patrimonio
con el que contamos para reinventarnos como sociedad. Solo una cultura del mito
que lo sitúe como una de las máximas construcciones humanas, tan necesaria como
el arte, la política o la ciencia, y sujeta a los mismos avatares que lo han hecho
crecer hasta lo que hoy es, puede hacernos partícipes de una historia y de un
porvenir comunes. De otra forma, renunciando al mito como forma de entender
nuestro tiempo, delegándolo a un tiempo remoto que nada, o casi nada, tiene que
ver con nosotros, podría olvidarse el suelo sobre el que caminamos.
Asumiendo este punto de
partida, vemos a Occidente como el resultado de una incesante lucha entre dos de
los más grandes mitos de nuestro tiempo: de un lado, el «mito de la Razón»
–generador de la colonización y la Ilustración, de la escisión del átomo, y de
la era de la información-; de otro, el «mito de lo salvaje» –origen de la hybris y el pecado original, del horror
y el absurdo existenciales, y de tantos relatos catastrofistas-. Ambos relatos
están detrás de las más grandes construcciones en el ámbito de la política, de
la ciencia o del arte, y sirven al hombre contemporáneo como marco
interpretativo con el que mirar y enjuiciar el mundo. ¿Cómo, si no viéndose
como poseedor y propietario, hubiera podido el hombre impulsar la ciencia y la
técnica modernas? ¿Cómo, si no viéndose como ser desvalido, hubiera podido el
soldado hacerse desconocido? Para bien o para mal, ambos mitos trazan el camino
por donde ahora vamos avanzando, dibujando sus limitaciones, pero también sus
posibilidades.
Y estas posibilidades –veremos- tienen que ver con el hecho, crucial, de que ambos mitos definen al ser humano por su relación con el poder: el primero, concibiendo al individuo como dueño y sujeto de la Historia, poseedor y propietario; el segundo, muy al contrario, viendo en él un ser desvalido, «hombre de carne y hueso», abocado a una extinción segura. A tenor de esta imagen antagónica, pero hasta cierto punto complementaria, nos queda avanzar por el camino de la conquista o del horror, del triunfo o del padecimiento, de la meta o de la resignación. En este trabajo nos proponemos iluminar lo más posible el camino y preguntarnos si verdaderamente queremos avanzar por él: ¿Es esta la imagen que queremos proyectar a nuestros herederos? ¿Es por esta imagen –dual, antagónica- como queremos ser recordados? Herederos de la tensión ancestral entre carne y espíritu, sangre y razón, fuerza e inteligencia, cabe preguntarse si queremos que ella continúe tejiendo nuestros destinos.
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