En un monasterio había una
monja, llamada Chiyono, muy trabajadora, disciplinada y responsable, pero
enormemente insegura en sus labores y quehaceres. Nunca sentía que hacía bien
su trabajo, y ello aunque las gentes de su alrededor así se lo hicieran
ver. Los más sinceros elogios de amigos y compañeros no bastaban para que
se sintiera bien y todos los días se retiraba convencida de que no había
realizado bien su trabajo.
Uno de sus compañeros
monjes, observando su pesar, decidió llevarla al maestro de la Montaña, de
quien se decía que curaba todas las penas y pesares.
Habiendo escuchado su
historia, el maestro de la Montaña quiso ayudar a Chiyono:
- Te voy a dar mis ojos
para que dejes a un lado los tuyos y te veas como te ven los demás. Y te voy a
dar mi corazón, para que te sientas como te sienten los demás.
- ¿Y cómo verás y sentirás
entonces, si tus ojos y corazón ya no están en ti? -interrumpió la monja-
Al escucharla, el maestro comprendió la bondad del mundo y se convirtió en el primer discípulo de la monja Chiyono.
2 comentarios:
Es el sentimiento que han tenido los grandes santos, los grandes sabios, los grandes hombres. Conciencia de la imperfección que, sin embargo, no paraliza sino que impulsa a una perenne mejora.
Sí, yo lo veo como la capacidad de salir de ti mismo, de posar la mirada exclusivamente en el otro. Chiyono es capaz de reparar en la falta de quien le da ayuda y en el momento de hacerlo.
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