Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vástaga agarabía
de líneas es la imagen de su cara.
(Jorge Luis Borges, Los conjurados)
Eso que ves y nombras eres tú: lo que conoces, pero también aquello en lo que te reconoces, porque las cosas y las palabras no están ahí más que para recordarnos nuestros afanes y ocupaciones. La mayoría de éstos son comunes, y por eso dibujamos las mismas cosas, pero hay otros más íntimos, ésos que los vivimos como si fueran sólo nuestros. ¿Y qué es entonces el Universo o todo cuanto hay?, ¿acaso cabe concebir la existencia de un ser que en el instante de su muerte descubriera de golpe no su cara, sino las infinitas imágenes de las caras habidas y por haber?
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