domingo, 2 de junio de 2019

Vidas sobrecargadas

La vida, también, puede medirse por la pesadez de la carga. Hay vidas ligeras, como la del pájaro, que echa a volar sin experimentar la gravidez de las alas, o encontrando un intenso placer en su movimiento. O la del poeta, que en su ejercicio se olvida de las referencias y situaciones del habla. Incluso la vida del filósofo, cuando le corresponde dar nombre a las intuiciones que se agolpan sobre sí, se haya desprovista de las cargas habituales del vivir. Pero son casos excepcionales, también el del amante, que ya no distingue su historia de la del mundo porque todo él lo conforma aquello que ama. Normalmente, todos soportamos cargas que aparecen en función de cuáles son nuestros quehaceres rutinarios. La imprecisión o el miedo a ser impreciso puede pesar al cirujano; el empobrecimiento de la imaginación, al modisto o al novelista; la torpeza intelectual, al matemático o al físico; la intolerancia a la fatiga y al agotamiento, al corredor... También las hay que asaltan de pasados que pudieron ocurrir o de futuros que podrían hacerlo, alejándonos entonces de nuestra realidad. Otras, mucho más comunes, proceden de nuestro entorno laboral, familiar o social. Y hay también cargas que no existen, pero que pesan, como la muerte, o la posibilidad de no ser, que pese a su abstracción tantas vidas ha arruinado o manchado de sangre.

Respecto de la carga, lo más sabio, sin duda, es aceptar su necesidad, en lugar de tratar de negarla, querer ahuyentarla o desatarnos de ella. Esto último no hace sino contribuir a aumentarla, ya que entonces, sin quererlo, sobrecargamos a la carga habitual la idea fustigante de que no merecíamos aquella. Es verdad que algunos de los primeros sabios, como ciertos filósofos órficos, los pitagóricos o Platón, vieron la carga del cuerpo como un castigo, pero sólo tras haber construido toda una mitología de la falta primordial, la culpa y la expiación.

Lo más sensato, sin duda, es aceptar la carga como parte de nosotros, quererla, integrarla a nuestro porvenir, y quizá entonces no acabar vencidos por ella:

Intentó otra vez soltarse, maldiciendo y gimiendo mientras se retorcía. No servía de nada. No podía moverse. Agotado, se llevó los brazos a la cabeza y lloró amargamente. Se hundió más y más en la nieve, y cuando un trozo suelto de broza, fría y húmeda, le rozó los labios, fue como si lo tocara en la oscuridad una mano tímida e insegura. (El manzano, Daphne du Maurier)

3 comentarios:

Robin de los bosques dijo...

Fíjate, que lo que siempre me ha parecido verdaderamente peligroso de las cargas es más bien asumirla hasta tal punto que ni notamos que existen. No tomar conciencia de la carga de cada cual puede comportar exponernos demasiado a cargas innecesarias, que sólo cuando desaparecen permiten respirar en libertad.

David Porcel Dieste dijo...

Sabio comentario. Lo que me sugirió la lectura del relato de Daphne du Maurier, autora de Rebeca, Los pájaros o el joven fotógrafo (otra de sus delicias literarias), es esta idea de que las cargas -las ineludibles- hay que quererlas, amarlas, al menos aceptarlas, porque si nos enfrentamos a ellas acabamos perdiendo. Claro que, como dices, hay cargas que, siendo eludibles, nos limitan, y de esas es mejor tener conocimiento, naturalmente. El problema comienza cuando se quiere la libertad absoluta o la vida sin cargas, porque vivir es, también, soportar y tener que cargar. Es decir, el problema es pretender la vida perfecta y plena. Y digo que es un problema porque esa pretensión no puede más que conducir a nuevas cargas, de las eludibles e innecesarias.

Abrazos cargados de amistad

M. A. Velasco León dijo...

Ciertamente es duro asumir lo ineludible, como la carga de la muerte, ya sea propia o de seres queridos, pero hemos de hacerlo. Además hoy la sociedad parece decir lo contrario y así vamos.
Las cargas que señala Robin, en efecto son peso muerto que tan sólo entorpece y esas son las que hoy mucha gente lleva encima sin darse cuenta.
Salud