Todavía recuerdo a uno de mis profesores de inglés del instituto advirtiéndome la necesidad de estudiar más inglés para sacar el curso adelante, y no es que odiara la asignatura, sólo que no me gustaba tener que desentenderme de mi castellano natural. Siempre he vivido el aprendizaje de lenguas extranjeras como un intrusismo a mi ser, ilusorio claro, pero intrusismo al fin y al cabo, como si estudiando inglés o alemán fuera a verse mermado mi conocimiento del castellano. Quizá, después de todo, toda xenofobia lingüística tenga su raíz en un apego desmesurado a la lengua propia.
Por mis resultados académicos no creo que hubiera sido de los alumnos elegidos para participar de los programas bilingües que ahora se imponen en nuestras institutos, aunque de haberlo sido, seguro me hubiera supuesto un esfuerzo continuo -añadido al que ya se presupone- tener que renunciar a mi castellano para aprender historia, matemáticas o ciencias naturales. Si ya de por sí la historia de los reyes, de las guerras y de los números resultaba ajena a mi cotidianidad, no quiero imaginarme tener que haberla estudiado en otro idioma.
Mucho amor a lo extranjero (u odio a lo propio) debe suponerse en el alumno para que éste se aventure con soltura en aquel conocimiento.
Esta invasión lingüística de lo extranjero, que cada vez va arrinconando más a lo propio, no sólo acontece en el ámbito de las lenguas. También existe la tendencia creciente a vehicular la enseñanza por medio de las nuevas tecnologías, en lugar de hacerlo por vía de la oralidad o del uso de la tiza. Se va imponiendo, de una u otra forma, la necesidad de hacer uso de todo tipo de artilugios y artefactos para enseñar a nuestros alumnos. Un sin fin de nuevas herramientas toman cada vez mayor presencia en nuestras aulas: pizarras digitales, tabletas, proyectores, portátiles..., hasta el punto que resulta cada vez más difícil poder dar la clase haciendo meramente uso del conocimiento y de su expresión oral.
Sí, sí, me temo que llegará un momento en que ya no podamos hablar para enseñar, y entonces será cuando rompamos los últimos lazos que todavía nos unen a nuestros antepasados.
Que quede claro que no me resisto a las nuevas tecnologías, sino a la idea de renunciar a lo que soy para enseñar...porque, desde luego, la idea de que éstas son neutras a la hora de determinar los fines de la educación es totalmente falaz. Lo mismo que la historia en inglés no puede ser la misma que la historia en nuestra lengua vernácula, la teoría de la matemática o de la filosofía de Descartes no puede ser la misma expresada conceptualmente que mediante diagramas, imágenes o ejercicios interactivos. Creo que quien está en disposición de enseñar es el profesor, y no un programa basado en la interactividad y adecuada manejabilidad para el usuario...y es que, mucho me temo, al profesor se le va a agotar el tiempo para explicar. Pronto, y si no al tiempo, su tarea va a quedar reducida a controlar el proceso de autoaprendizaje del alumno. Y entonces el verdadero sujeto de la enseñanza no será el profesor, sino esa circunstancia virtual que las TIC van a proporcionar...
De todas formas, lo llamativo de esta tendencia invasiva de lo ajeno sobre lo propio no es tanto su creciente expansión como su ineficiencia a la hora de resolver los problemas ya existentes en nuestra educación. La explicación es que esta sobrenaturaleza lingüística y tecnológica no se ha pensado para afrontar los problemas que genera nuestra ya compleja naturaleza educativa, por lo que ineludiblemente aquélla acabará montando nuevas dificultades sobre las ya existentes; y es que, después de todo, en la vida resulta más fácil crear nuevos problemas que afrontarlos.