Nunca hemos tenido tantas posibilidades de encontrarnos y, sin embargo, nunca hemos estado tan lejos de encontrarnos. De nuestra cultura tecnológica forman ya parte cientos de dispositivos preparados casi específicamente para organizar, concertar y convocar encuentros, así como un sin fin de emoticonos configurados para señalar que hay que encontrarse, posponer o cancelar el encuentro. Y es que una de las características de la interconexión global es que nadie, o casi nadie, se libra de tener que encontrarse. Incluso si uno es introvertido y solitario, acaba, de seguro, siendo invitado a encontrarse en algún lugar de su vecindario, de su barrio, ciudad o, si no sale de casa, de su Telépolis. Porque siendo introvertido y solitario, reacio a forzarse a entablar relaciones de carne y hueso, quizá se convierta en un teletrabajador adicto a la telespectación y a las telecompras.
Si el propósito del encuentro estaba en la intención del usuario o predeterminado por la aplicación técnica es una cuestión que habrán de dirimir filósofos y hombres de ciencia, no vaya a ser que esa cuestión se nos vaya de las manos y acabemos convertidos en un botón más de un artefacto que, por sus proporciones, no alcancemos a ver. Pero lo que parece más inmediato, y lo que a fuerza de vivir telemáticamente comienza a perderse de vista, es que, en un sentido primordial y originario, encontrarse no es un acto que funcione de medio para otra cosa, sino un fin en sí mismo. Y, como fin y no como medio, encontrarse es un acto de revelación. Y, en este punto, emplazo al lector a que indague y reflexione sobre el sentido de encuentros de origen mítico, religioso, estético o erótico. Seguro que leyendo sobre revelaciones que tenían lugar por maestros, profetas, poetas o amantes, el lector se convencerá de que, a pesar de disponer de tantas posibilidades de encontrarnos, nunca hemos estado tan lejos de encontrarnos.
Nadie duda que el usuario se hace usuario consciente y responsablemente, porque, incluso si su vida acaba siendo como la de un autómata, vista interiormente tendríamos que suponerle un motivo para vivir automáticamente. Lo que aquí se pone de manifiesto es que a base de respirar con bombonas de oxígeno olvidamos que también hay aire, mucho más y de mayor frescura, fuera de aquellos contendores. Y es que cada vez que damos rienda suelta a nuestros mensajes de voz, a nuestros WhatsApp, chats o tuits, sólo para concertar algún tipo de reunión fuera o dentro de Telépolis, estamos perdiendo de vista aquel otro sentido primigenio de los encuentros, por el que estos no tenían que concertarse o convocarse, pues su función no era la de servir, sino que llegaban o acontecían pese a los dictados de la voluntad.
10 comentarios:
Gracias, David, por verbalizar de manera ordenada, el batiburrillo de sensaciones que nos acucian cada dia en relación con este tema. Efectivamente, estamos abducidos ya a una vida de conexión inconexa en la que la soledad es más acuciante, a pesar de los múltiples dispositivos que nos mantienen interconectados. Con tu permiso, me apropio del concepto Telépolis. Me ha gustado.
Gracias a ti, por participar de la reflexión. En realidad, dicho concepto lo acuña el excelente filósofo Javier Echeverría, en su obra Telépolis. Un abrazo
Como siempre buenísimo, buena reflexión amigo. Espero verte pronto y encontrarnos. De momento dejo este mensaje en telepolis, pero solo como extensión del mundo real. Un abrazo
Desde aquí te mando otro abrazo, como dices, prolongación del mundo real.
Con este tipo de encuentros y convocatorias pre-establecidos se ha perdido cierto encanto, el de la espontaneidad, la sorpresa del encuentro inesperado, la curiosidad por leer o interpretar la mente del otro para saber de él..., pues hay una aplicación que uniformiza los deseos e intenciones de sus usuarios facilitando las relaciones, supuestamente, pues como dices, y paradójicamente, nunca hemos estado tan lejos de encontrarnos.
Gracias una vez más por compartir tus reflexiones; en este caso la tecnología nos acerca.Un beso.
Muchas gracias a ti por compartir tu opinión, como siempre, tan enriquecedora. Creo que das en el clavo cuando te refieres a las aplicaciones (y lenguajes) que uniformizan los deseos e intenciones (en esencia, singulares e inconmensurables), porque es precisamente en esa amputación donde radica que estemos tan cerca, pero al mismo tiempo tan lejos. Abrazos
Qué razón tienes, David. Es esta época de deslumbrantes medios se nos ha olvidado para qué fin lo son.
Además parece que no somos capaces de encontrar esa voluntad de la que ha las, fuera de los moldes establecidos.
Desde luego, el olvido de los fines parece haberse vuelto algo sistémico y crónico, para perjuicio de quien los proyecta. Un abrazo
Lo virtual puede ser medio para el encuentro pero, como todo medio, impone sus condiciones al mediar. Siempre han existido cauces de encuentro, no lo olvidemos, porque a veces concedemos a lo virtual una originalidad de la que carece.
Como yo lo veo, los encuentros deben tener presencias tan deseadas como incomodantes, tan agrabables como repulsivas, tan buscadas como imprevistas; deben impregnarse del olor ajeno y también del propio, del sonido de nuestras vísceras y el de las enfrentadas. Y cuando todo ello está ausente hay encuentro, sí, pero esteril, fingido, descomprometido.
Muy buena reflexión, David, sobre todo la necesaria diferencia entre medios y fines, que la tecnoeconomía en que vivimos trata sistemáticamente de que confundamos.
(Por cierto, buen libro el de "Los señores del aire..." de Echeverría)
Sí, y recientemente he dado con otro de sus libros de los noventa: "Cosmopolitas domésticos", que todavía sirve de referencia para el mundo de hoy. Abrazos
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