Tener que ser es siempre una carga. Además, generalmente, conduce a sentimientos negadores como el desánimo, la culpa o la frustración. La sociedad, el lenguaje, la propia tradición, anclada en aquella división funesta que ya Parménides estableció entre el ser y el no ser, nos instan a buscar el ser allí donde no lo hay, allí donde se extienden los territorios vírgenes donde todavía no ha llegado esa imposición a "ser" de la que aún se nutre la metafísica occidental. Que si tenemos que ser abogados, juristas, médicos o amas de casa; que si tenemos que ser buenos, justos o pecadores; que si tenemos que conocer el "ser" de esto o de aquello para saber a qué atenernos en nuestros afanes vitales. En fin, desde fuera o desde dentro, emergen un sin fin de "seres" que no sólo nos sujetan a una determinada actividad, sino que nos atan a un determinado camino rara vez transitable. Porque, ¿realmente las cosas son?, ¿qué significa que las cosas sean?, ¿acaso la pregunta no es "si el lenguaje es"?, ¿acaso no es el "ser" por el lenguaje, y no al revés? Aun recuerdo la fascinación de aquellos personajes tarantinianos que, como el Señor blanco en Reservoig Dogs, se afanaban desesperadamente en ver en algún infiltrado, como el Señor naranja, un amigo, alguien que les confiriera una identidad y les hiciera "ser" en medio de ese discurso enmarañado de nombres y situaciones ficticios. Como apunta el filósofo José Luis Molinuevo, a raíz del nuevo retrato cinematográfico de David Foster Wallace, ya va siendo hora de renunciar a ese "tener que ser" en aras de un "estar", liberado siempre de comportamientos ególatras y monomaníacos.
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