Es ya un hecho, social e íntimamente reconocido, que quien domina los metalenguajes, del signo que sean y de la bandera de la que procedan, acaba teniendo su lugar en el ámbito en que se mueva. El mío es la educación, y tras más de doce años formándome en ella, uno ya es testigo de cómo la sensibilización a estos metalenguajes ha ido desplazando, silenciosa pero implacablemente, al reconocimiento de la vieja maestría que encarnaba quien día a día se afanaba en dominar su lenguaje. Ahora el maestro ha colgado su hábito tras las polvorientas vitrinas y tiene que ponerse al día para actualizar un sin fin de programaciones e iniciar yo que sé qué planes de acción. La exigencia de atención a la diversidad, capaz de desorientar al más avezado equipo de orientadores, o los inacabables formularios, informes y programas, que aniquilan al más humano de los corazones, ponen sobre la mesa indómitas tareas que acaban maquinizando incluso al más díscolo de los maestros. Sí, de hacernos máquinas inconscientes va la cosa, como si siempre lo hubiéramos sido.
Sin embargo, lo que ningún protocolo puede arrebatarnos es la responsabilidad de mantener viva la primera llama de la juventud, por la que marchábamos jubilosos a la busca de un libro, una frase o una palabra. Sí, esa palabra, justa y medidamente pronunciada, en el momento adecuado, que puede encender para siempre la llama de quienes tenemos enfrente, es la que, a fuerza de golpearnos, debemos cuidar y regar hasta que ya nadie pueda escucharnos.
Sin embargo, lo que ningún protocolo puede arrebatarnos es la responsabilidad de mantener viva la primera llama de la juventud, por la que marchábamos jubilosos a la busca de un libro, una frase o una palabra. Sí, esa palabra, justa y medidamente pronunciada, en el momento adecuado, que puede encender para siempre la llama de quienes tenemos enfrente, es la que, a fuerza de golpearnos, debemos cuidar y regar hasta que ya nadie pueda escucharnos.
10 comentarios:
Cuánta razón tienes, David. La energía que empleamos en trabajos que no llegan a ningún lado... Dios mío, qué derroche.
¿Cómo hemos llegado a esto?
Es que parece que el mensaje ya no importa si su soporte no es digital.
Como muy bien dices, al menos en la docencia, hay una pasión pertinaz por las palabras que nos salva a diario.
Muy buena entrada y un alivio a la soledad diaria del docente.
Sí, así lo veo también, y de ahí que urja una reflexión sobre la digitalización y sus medios, no para aplacarlos, sino para reconducir nuestro papel con ellos. Me llama la atención que en las reuniones de coordinación se habla cada vez más del cómo y menos del qué, y quien más cómodo se encuentra es ése en quien se han instalado ya los metalenguajes. Gracias por el comentario, siempre alentador. Un fuerte abrazo.
Muy buena entrada. Totalmente de acuerdo. Seguiremos regando gota a gota nuestro lenguaje para seguir cultivando el buen hacer. Ese trabajo inútil y que no sirve para nada sino para desestabilizar nuestras mentes, lo dejaremos en barbecho para ver si en unos años florece fructíferamente.
Querida anónimo,
Como el amor y la amistad, también los regaremos día a día, y sabiendo que el borde nunca rebosará. Un gran abrazo.
No podría estar más de acuerdo, amigo David, seguiremos en el empeño crítico de ensalzar la verdadera educación intentando dejar, en la medida de lo posible, los vericuetos y ocultamientos q la administración nos echa encima para doblegar nos y amansarnos.
Reconforta saberse acompañado en esta doble tarea. Abrazos
Ahí, ahí está la responsabilidad, sí señor. Y me sumo a esa labor crítica y concienzuda del viejo maestro. Gracias por compartir tan lúcidas apreciaciones. Saludos cordiales
Gracias y un muy cordial saludo.
Además en ese metalenguaje pedagógico se ha colado, verticalmente, pero ha calado en exceso entre muchos compañeros, la terminología económicista que considera la educación como un servicio y a los alumnos y sus padres como clientes. Uno de los mejores modos de vaciar por completo de sentido nuestra labor.
Cierto, y ahí también veo el problema de la generación de hábitos y prácticas consecuencia de esa perspectiva mercantilista en la que nos pone susodicho metalenguaje
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