Sorprende el modo como el ciudadano medio puede llegar a defender, con uñas y dientes, prácticas que hace solo unos meses le hubieran resultado del todo incívicas, inmorales, incluso inhumanas. Un viandante que incrimina a sus compañeros de aceras no taparse la nariz, la cajera de un supermercado que increpa a quien no obedece la nueva disposición que ha de llevar el carro de la compra, la dependienta de una zapatería que alerta al cliente despistado de que debe ponerse la calza si ha de querer probarse el calzado, y así con un sin fin de conductas, cuando menos, para el que vive sin telediarios, anormales.
Si un hombre del pasado asistiera por una mirilla a este tipo de comportamientos pensaría que el mundo se ha vuelto anormal. Y se preguntaría, ajeno a todo, qué ha podido pasar para que de pronto defendamos, con uñas y dientes, normas y conductas que discurren contra la corriente de la sociabilidad y la proximidad. ¿Qué tipo de reactivo ha tenido que producirse en la mente de tantos hombres como para que, tan abruptamente, nos hayamos convertido en pregoneros del desapego y el "te quiero lejos"? ¿Quién diría que los salvadores de la humanidad iban a ser los inventores del papel higiénico y el gel hidroalcohólico? ¿Y los nuevos maestros quienes dominan el arte de la desinfección?
Sorprende el modo como el ser humano puede acabar integrando normas y conductas que, hace muy poco tiempo atrás, le hubieran resultado descabelladas y estrambóticas. Sin duda, la gestión empresarial de la pandemia (porque también el COVID-19 es una mercancía) pone cada día de manifiesto que también somos consumidores de normas, pautas y leyes, y que las defendemos no por íntima convicción, sino porque, a base de repetírnoslo, nos han hecho ver que lo cívico consiste en ser anormal y que, por encima de todo, hemos de defender una nueva anormalidad (previo maquillaje, claro está, de "nueva normalidad")
Por mi parte, todavía no tengo claro de donde viene el agua, como para que vea con claridad por qué debo usarla desinfectada.
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