Las clases deben reinar por su impureza, por el tartamudeo de quien se
atreve a levantar la mano a pesar de ser tartamudo, por los colores grises que
no pueden competir con la primavera pero que continúan bellos para quien los
sabe mirar, por el silencio buscado de quien prefiere callar y seguir viviendo
su miedo. Deben reinar por los timbres desordenados, por el respeto a las
palabras bien dichas y a las palabras que no se dicen, por los tropiezos en la
solución al problema y las frases mal formuladas, que el profesor corregirá.
Deben reinar por la confianza de quien confía sus conocimientos, y la autoridad
que inspira el maestro a sus alumnos, por los suelos sin tarimas ni gritos
sobresaltados, por la tiza cálida que la profesora tiende al alumno que pisa por
primera vez la baldosa de más al fondo, y quedan ahí expuestos a la mirada de
los demás.
Una escuela no es escuela donde no hay humanidad. Un no-lugar donde todo
fuera máximamente útil, eficiente, rápido y preciso, sería un escenario desprovisto
de generosidad, de confianza y autoridad: “Un hipotético lugar –o más bien un
no-lugar- con procedimientos totalmente tecnificados de aprendizaje no sería
una escuela. Igualmente, un lugar –o más bien no-lugar- donde lo único que
ocurriera fuera la ejecución de funciones objetivadas en procesos y resultados
tampoco sería una escuela. Aunque podría
seguir llevando el nombre, ya sería otra cosa”. (La escuela del alma, Josep Maria Esquirol)
1 comentario:
Pues hacia ahí caminamos, desgraciadamente, hacia las no-escuelas.
Salud
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