Al hilo de las ideas que el blog Antes de las cenizas expone en su último post "Dogmas de la pedagogía oficial 8. La motivación", he reparado en la urgencia con la que debe acometerse una investigación que determine los límites de las facultades que intervienen en la educación, sobre todo, tras la invasión social del credo psicopedagógico que continuamente nos reprocha a los docentes nuestra incapacidad de estimular y potenciar el aprendizaje de nuestros alumnos. En este sentido, si no lo hay ya, sería interesante un examen crítico y sistemático de las posibilidades efectivas de que disponemos en nuestro ejercicio como docentes, con el fin de orientar nuestros esfuerzos hacia metas alcanzables y acallar definitivamente aquellos reproches. De otra forma, si no reparamos en dicho examen, corremos además el riesgo añadido de orientar nuestro esfuerzo hacia cometidos imposibles de llevarse a buen término, como ocurre, por ejemplo, cada vez que tratamos vanamente de excitar o despertar en los alumnos alguna motivación por nuestra asignatura. Parece que debemos contar con algo de pasión en esos espíritus adolescentes para que efectivamente acontezca el fenómeno de la educación:
Para nosotros la motivación es un factor secundario, y no puede ser el centro desde el que se articule la educación; un sistema educativo que quiera fundarse sobre la motivación está condenado inexorablemente al fracaso. La falta de motivación se esgrime como causa principal del fracaso escolar, y con cierta ingenuidad –no exenta de su pizca de maldad- se prescribe eliminar aquella para eliminar éste; los niños y adolescentes no están motivados, y por tanto se aburren, no prestan atención, ni trabajan con energía, aparecen los conflictos de disciplina y viene el fracaso escolar… en cambio si los niños estuviesen motivados, estarían divertidos en el colegio, atentos, trabajarían con gusto enérgico y en armonía… El diagnóstico está hecho, y la medicina recetada. Solo queda... ponerle el cascabel al gato. ¿Y quién se lo ha de poner? Pues está clarísimo, aquellos a quienes le corresponde: los profesores (...) Sí, todos juntos a motivar al infante. Y el infante, que se huele la trama –porque de tonto no tiene un pelo, sobreestimulado como está desde la cuna- se despatarra en su pupitre, echa los hombros hacia atrás, se despereza lentamente, y le dice con un cierto aire entre displicente y fastidiado al profesor: motíveme. ¿Se imaginan el resultado?
(en Antes de las cenizas, "Dogmas de la pedagogía oficial 8. La motivación")
3 comentarios:
Lo que se exige al profesor depende del valor y función que se otorgue a la educación. Es aquí donde radica el problema: no sabemos muy bien a qué sirve a la educación.
Gracias por el enlace, y por los elogios.
Gracias a ti por el comentario
...e imagino que este desconocimiento exige una reflexión urgente sobre los fines de la educación
Publicar un comentario