No parece que podamos prescindir de la ética, entendida en su sentido más amplio como el saber acerca de los fines que debemos seguir. En cualquier ámbito en el que nos movamos necesitamos contar con un sistema de normas que oriente nuestra acción: el político necesita de unas metas, supuestamente valiosas, hacia los cuales orientar a los ciudadanos, el científico también cuenta con unas directrices metodológicas que le orientan en su quehacer, incluso el artista precisa de una serie de reglas para desarrollar su creatividad. También los ciudadanos estiman unos valores sobre otros y ello hace que sus vidas adquieran una dirección u otra. Ahora bien, como advierte Nietzsche, los valores no deben ser rígidos, inamovibles y estancos, sino flexibles y dinámicos. De hecho, la historia se nutre de la transmutación de los valores. ¿Pero quién se ocupa de asentar los nuevos ideales o de examinar la viablidad de los vigentes? La filosofía parece que ya no.
La filosofía, reducida como hoy está a una mera transmisión de la ideología y los valores imperantes, no puede acometer su labor crítica y fundamentadora que siempre le ha correspondido. Y es que no se debe filosofar desde la presunción de que determinado ideal es el que debemos seguir, sino desde la sospecha de que efectivamente lo sea. La filosofía ha de ocuparse de revisar continuamente la viabilidad de los fines regulativos y no de transmitirlos sin más, como invita a hacerlo la propaganda ideológica pseudofilosófica cada vez mejor instalada en las instituciones educativas. No hay que olvidar, a pesar de lo que actualmente se está haciendo con la filosofía, que la fundamentación filosófica subyace y conduce el conocimiento en todo momento, incluso el que creemos más obsoleto o falso. La filosofía está siempre ahí, como el corazón del que no somos conscientes pero que actúa en todo momento y hace vivir al organismo. La filosofía es el corazón de la ciencia y es preciso que tomemos conciencia del papel que de hecho ejerce en el conjunto del conocimiento y así podamos retomar la auténtica labor filosófica.
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