De niño, se escondía tras un arbusto, de esos que recorren vallados en las urbanizaciones más lujosas, o a las afueras, reclinado bajo algún puente abandonado, y podía pasar ahí horas. Se preguntaba qué sería de sus amigos ahora que él ya no estaba. Incluso si el mundo habría podido cambiar en algo. Cuando anochecía, salía de su escondrijo y volvía a su cotidianidad con la tranquilidad de quien se ha tomado unas pequeñas vacaciones. Sabía que nadie habría notado su ausencia, aunque siempre llevaba una historia inventada por si alguien preguntaba. ¿Pero por qué habría de inventarla si no había hecho nada malo? En las noches de invierno, cuando el sol se escondía y el frío helaba las hojas, buscaba lugares cerrados, como agujeros por donde entrar a las Iglesias o ventanas de aire abandonadas. Entonces la reclusión se hacía más difícil, y es que el frío no dejaba salir los pensamientos.
A esta práctica, que le fue dando forma con los años, incorporándola a su vida adulta, llena de obligaciones y responsabilidades, la llamó la emboscadura. Irse al bosque, decía él. Irse al bosque significaba salir de los usos, convenciones y obligaciones de su vida presente, recluirse secretamente en un universo donde sólo lo intemporal podía tener lugar. Sólo aquello que no envejece, ni pasa, ni deviene. Sólo aquello que verdaderamente nos tiene, pero que por ello mismo nos protege, y nos salva. Donde las palabras no interpelan y los pájaros no cantan para nadie. Irse al bosque, para él, era el modo de hacer más pequeño el mundo, a la medida de unos ojos que siempre necesitaron distancia y algo de calor.
4 comentarios:
Este niño quiere hacer el mundo con sus manos, no quiere ser una figurita de belén con la que juega alguien desde arriba. No se aísla, toca de cerca lo que importa: el afecto, el conocimiento
Gracias por tu comentario. T.H.
Me ha gustado el relato, deberías proseguirlo, que sabe a poco.
La retirada del mundanal ruido es buscada desde antiguo, y muy recomendable, la verdad. Lo que no acabo de ver claro es la intemporalidad, lo que ni pasa ni envejece porque no deviene. No lo veo porque la vida es justamente lo opuesto, devenir, pasar, envejecer, y vivir es cuanto en nuestras manos está. El calor buscado por sus ojos no puede nacer sino de la vida.
Salud.
Rizando el rizo diríamos que lo que ni deviene ni pasa ni envejece es el devenir mismo. Diría Kim Ki-du que la primavera regresa cada vez que pasa el invierno. Un abrazo
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