viernes, 5 de agosto de 2022

Olmeto

Sigo dándole vueltas al asunto del mal. Y no es que me invada el mal. Todo lo contrario, aquí, entre bosquedales y pueblos corsos, la paz ha venido a instalarse y hay tiempo para pequeñas disquisiciones bajo alguna sombra con móvil en mano. Pero fue una lectura juvenil de Safranski, El Mal o el drama de la libertad, lo que incendió una pregunta que aún persiste: ¿Que papel juega el mal, o más precisamente, el modo como este se presenta, en la construcción de la cultura? Decíamos en una reflexión anterior que hay males, o malvados, que escapan a los límites de cualquier forma de comprensión y de voluntad. Poníamos el ejemplo de algunos relatos de Mathesson, pero también encontramos este principio en series como las de Alien o cuantas versiones se hayan realizado de la hitchcockiana ventana indiscreta (o de La ventana, una película deliciosa anterior del 49) En ellas aparece el mal como lo que no admite distancia, y por ello no sirven para combatirlo ni la técnica del desenmascaramiento ni la del conocimiento (de causas o de esencias). El alienígena se resiste a cualquier forma de red o asidero. De hecho, ni siquiera la portentosa Nostromo escapa a su poder corrosivo. Y tampoco el inválido Jefferies de La ventana indiscreta puede evitar que el confiado asesino le dé alcance y lo dejé aún más inválido (salvo disparar vanamente el flash de su cámara haciéndose todavía más patente su fragilidad). Y es que la situación respecto al mal basado en la indistancia es, pese a todos los empeños transhumanistas, de absoluta precariedad y vulnerabilidad. Ni el conocimiento como revelación ni el conocimiento como explicación pueden servir frente a lo que no busca engaño ni admite clasificación.


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